Este artículo fue publicado hace un buen tiempo, pero lo rescato porque la ocasión lo amerita. Y porque me resulta impensable, e imposible, dejar pasar en blanco un sencillo reconocimiento a mis colegas de oficio, las madres, que este fin de semana celebran su día especial. ¡A su salud, señoras mamás!
Antes de que salgan los aguafiestas a decir que el Día de la Madre debería ser todos los días, dejo constancia de lo que pienso al respecto: ¡Ni riesgos! Eso no lo podemos permitir.
El respeto y el reconocimiento sí son bienvenidos a diario, pero las mamás nos merecemos, por lo menos un día, que nos colmen de atenciones, mimos, festejos y regalos. Y las razones son suficientemente conocidas, pero por si acaso a algunos se les hubieran vuelto paisaje, con gusto se las recuerdo:
Las mamás venimos en todos los empaques, para todos los gustos y de todos los colores. Podemos ser cansonas, intensas, cantaletosas o mimosas. Y seamos tiernas, descuidadas, hacendosas o una frecuente combinación de todo eso, a la gran mayoría nos cobija una característica que nos iguala: ejercemos la maternidad con amor y dedicación. Incluso cuando nos equivocamos.
Eme, a, eme, a. Cuatro letras y una tilde que custodian el don del amor infinito, sin claudicaciones ni cansancios. Mamá, el hilo conductor de la familia desde que nacen los hijos y para siempre. La que nos acepta con defectos “de fábrica”, nos soporta el mal genio y las pataletas. La que nos consuela en las tristezas y aplaude a rabiar nuestros logros. La del abrazo siempre listo que nos protege del frío y nos alivia moretones del cuerpo y raspones del alma con su mágico “sana que sana…”.
Mamá, la de la voz firme para corregir nuestros deslices y la de las palabras precisas para enseñarnos a definir prioridades.
Mamá, una suerte de mujer maravilla que, bien sea ejecutiva, científica, vendedora de frutas o ama de casa, es capaz de atender varias cosas a la vez mientras hace de su hogar un refugio amoroso y cálido donde los hijos aprenden a volar para alcanzar sus sueños. La que afloja la cuerda o la templa, según la necesidad, la que empuja o pone el freno, la que nos forja el espíritu para que vuele autónomo.
Mamá, la del horario extendido, la siempre disponible, la que hace de su casa un punto de encuentro que mantiene a la familia unida; la que nos recuerda que somos herederos de una tradición, de unos valores y de unos sentimientos necesarios para resistir afuera, en un mundo tan hostil. La que siempre nos abre un campito en el rincón de su cama, aunque ya estemos grandes. La que sigue diciendo “tata” y “niño”, aunque tata y niño tengan cédula desde hace rato. La que a su manera, con sus posibilidades y limitaciones, nos deja saber de mil maneras cuánto amor cabe en su ser para dar a los suyos.
“Soy el resultado de lo que una gran mujer quiso hacer por mí”, dijo Thomas Alva Edison cuando descubrió entre los chécheres de su madre recién muerta la carta de expulsión de su colegio porque, a decir del director, “su hijo es un pésimo estudiante y no avanza como el resto de sus compañeros. Por ello no podemos permitirle que siga estudiando. Será usted quien tendrá que hacerse cargo de él a partir de ahora”. ¡Y vaya que lo hizo!
Así como pido que este Día sea especial, también pido que no nos llamen la mamá “perfecta” ni la “mejor”. No existen. Existe la mamá que a, eme, a. Y punto.
Deja un comentario